miércoles, 3 de julio de 2013

Mente sana en cuerpo sano... también en épocas de exámenes.



Por Viviana Taylor

 

¡Qué sabio Juvenal! Lo que el poeta latino ya sabía allá por el primer siglo de nuestra era, hoy lo confirma la ciencia: está demostrado que el ejercicio físico, el sueño y la buena alimentación potencian la función cerebral, mejoran el estado de ánimo y favorecen el aprendizaje.

Y, como estamos en épocas de exámenes vamos a dedicarnos un poco a este tema.

 
 

La actividad física diaria, al incrementar la capacidad de los glóbulos para absorber oxígeno, mejora no sólo las funciones muscular, pulmonar y cardíaca, sino también la función cerebral. Por si con esto no alcanzara, también tiene un efecto positivo sobre las sustancias químicas del cerebro que alteran el estado de ánimo: de hecho, en algunas personas, dedicar media hora diaria a una actividad física moderada (como caminar) puede actuar como antidepresivo.

 

Respecto del sueño, conviene tener en cuenta que el ciclo sueño-vigilia es una parte importante del sistema de patrones corporales diarios, que reciben el nombre de ritmos circadianos, expresión que viene del latín y significa “ciclo diario”.

Nuestros ritmos circadianos rigen muchas funciones corporales, como la temperatura corporal, la presión sanguínea y los niveles hormonales en la sangre. Y también la capacidad para estar alerta, pensar con claridad y utilizar las facultades de movimiento de manera óptima. Esta es la razón por la que la capacidad física y de alerta mental varía en función de la hora del día.

La luz diurna es un importante regulador de estos ritmos. El reloj circadiano reside en una parte del cerebro denominada núcleo supraquiasmático, y regula -durante la noche- la síntesis de melatonina en la glándula pineal, que al ser transportada al cuerpo provoca sensaciones de somnolencia.

En el caso de las personas con desfase horario por causa de viajes a través de varios husos horarios (lo que suele denominarse jet lag) el reloj se confunde y para resolver la confusión intenta poner a cero al resto del cuerpo enviando señales químicas -como el cortisol, que es la hormona del estrés; y la melatonina, la hormona del sueño-. De continuarse, esta confusión puede tener consecuencias a largo plazo en el cerebro y en la capacidad cognitiva. Por ejemplo, se han encontrado numerosas evidencias de que el volumen de ciertas partes de la corteza temporal y del hipocampo –regiones cerebrales relacionadas con el aprendizaje y la memoria- es menor en personas que sufren persistentemente de desfase horario, como en el caso de las azafatas que cubren trayectos largos con una periodicidad igual o menor a cinco días.

Dado que la luz diurna es un factor decisivo en la producción de melatonina, una forma de ayudar al reloj en su puesta a punto es la exposición a la luz solar, lo que originará un aumento en la calidad y el tiempo total de sueño y acelerará el cambio en los ritmos circadianos de la melatonina para que se acomode al nuevo entorno. Esta estrategia también puede ser útil para las personas a las que por otras razones –como por ejemplo el estrés o incluso la edad- se les haya perturbado el patrón horario del ciclo sueño-vigilia. Después de todo, parece que la abuela tenía razón cuando pedía que le llevaran la silla al patio para poder tomar un poco de sol. Y en los pacientes que suelen estar mucho tiempo en reposo alejados de la luz solar, la exposición controlada a ella puede ayudarlos a mejorar su estado de ánimo además de a regular sus patrones de sueño (por eso es común en los hospitales con parques ver a las familias reunidas al solcito, en una ronda nada improvisada de mate).


En sí mismo, el sueño es un estado de la conciencia en el que el cerebro se comporta de manera espectacularmente distinta a como lo hace en el estado de vigilia.

Durante el sueño se pueden constatar dos tipos principales de estado cerebral:

·         En el sueño de movimientos rápidos de los ojos (REM como ha sido más difundido según sus siglas en inglés, o MOR en castellano) el cerebro está muy activo y todos los músculos corporales –con excepción de los oculares- están paralizados. Es cuando soñamos más. El cerebro, aunque profundamente dormido, todavía es capaz de asimilar información, sobre todo aquella de especial importancia para el que duerme. Por ejemplo, quizás no reaccionemos a una charla a nuestro lado, o al ruido del tráfico si nos hemos dormido en el colectivo, pero sí lo haremos si alguien susurra nuestro nombre o si nuestro bebé llora.

·         El otro tipo de estado cerebral se conoce como sueño de ondas lentas. En este, los impulsos generados por el cerebro son lentos e infrecuentes. Y puede suceder que hablemos o caminemos dormidos ya que los músculos no están paralizados.

 

Al parecer, el sueño influye directamente en la forma como adquirimos y mantenemos las destrezas nuevas y en cómo recordamos información, así como en nuestra capacidad para pensar creativamente. Puede inspirar nuevas percepciones, e incluso facilitar la comprensión de una tarea recién aprendida. ¿Cómo es posible? Ya había señalado antes que el cerebro sigue activo durante el sueño. Esta actividad corresponde a la formación de memorias sobre experiencias e información recibidas durante el día, ya que las regiones cerebrales implicadas en el aprendizaje del día anterior se reactivan durante el sueño. Esta actividad, que se registrada en el estadio REM, probablemente refleja el refuerzo del aprendizaje asimilado durante el día. De hecho, en varias experiencias se observó que el desempeño de los participantes en una tarea recientemente aprendida mejoraba al día siguiente, tras haber dormido; e incluso una breve siesta inmediatamente después de aprender una tarea mejoraba el rendimiento posterior en la misma. Y, cuanto más larga era la siesta, mejor resultaba el rendimiento posterior.

Por eso es probable que las reactivaciones cerebrales durante el sueño reflejen el refuerzo de las conexiones entre neuronas que son importantes para las tareas aprendidas. De este modo, permiten que la nueva destreza se incorpore a la memoria de largo plazo.

 

Consecuentemente, la falta de sueño tiene un efecto perjudicial para el aprendizaje. Los efectos recurrentes son:

·         Cuando alteramos el patrón de sueño-vigilia: distracción, somnolencia, irritabilidad, disminución de la capacidad de alerta.

·         Una noche sin dormir: dificulta el pensamiento innovador, la capacidad de tomar decisiones, y la actualización de planes. El pensamiento se vuelve rígido, lo que hace que, por ejemplo, en la resolución de una tarea se insista en repetir la misma estrategia que ha demostrado ser inapropiada.

·         Varias noches de insomnio: afectan gravemente la concentración y el aprendizaje.

 

Quizás sea a causa de esta relación con el aprendizaje que el cerebro se esfuerza por compensar la falta de sueño. Por ejemplo, si bien son los lóbulos temporales los que resultan activados por una tarea de fluidez verbal, se ha observado que en el caso de personas privadas de sueño los lóbulos parietales también aparecen activados. Al parecer, en condiciones de privación de sueño, las áreas parietales aportan una ayuda como parte de un mecanismo compensatorio.

 

Visto y considerando lo antecedente, ¿cuánto deberíamos dormir? En promedio, deberíamos dormir no menos de siete horas y media. Y los niños y adolescentes, bastante más. Es evidente que la mayoría de los adultos dormimos menos de lo que necesitamos. No es para pasarlo por alto: dormir más por la noche, además de incrementar los niveles de energía para el día siguiente, mejora el aprendizaje, la toma de decisiones y la capacidad de innovación. Y evita la aparición de esas feas bolsas bajo los ojos que nos hacen lucir avejentados y cansados. No parece poco.

 

 

¿No podríamos buscar otras ayudas, más fáciles de implementar que el ejercicio sistemático y el sueño regular, para mejorar el aprendizaje? Bueno… hay drogas y fármacos que parecen potenciar la memoria indirectamente. Y otras sustancias y estimulantes, como la cafeína, el alcohol, la nicotina y la glucosa, parecen facilitar o debilitar el aprendizaje. Sin embargo, es muy difícil separar los verdaderos efectos de las llamadas drogas inteligentes de los efectos placebo. Justamente, diversos estudios mostraron los mismos efectos inequívocos y muy similares en el cerebro y la conducta, tanto de las drogas como de los placebos (sustancias inocuas que actúan por sugestión, por la creencia en que tienen un efecto determinado del que, en realidad, carecen). Al parecer, es sobre todo la simple creencia en que el fármaco ayudará lo que afecta a las partes del cerebro que procesan la función estudiada. En el caso del placebo, es posible que su efecto terapéutico se deba a la movilización de energía adicional, algo así como si dispusiéramos de un depósito de reserva energético. De ser así, quedaría explicado por qué el efecto sólo se verifica durante un período de tiempo limitado. Y hasta quizás haya algún costo, como un provisorio efecto contradictorio posterior –a modo de un efecto rebote- hasta que se restablezca el equilibrio.

Sobre lo que todavía no tenemos suficientes conocimientos es sobre las ventajas, la complejidad de los mecanismos que desencadenan, ni los efectos secundarios de los remedios –se trate de simples hierbas o de drogas inteligentes- como para recomendarlos como ayuda al aprendizaje. Lo que sí está demostrado es que muy posiblemente algunos tipos de estilos pedagógicos tengan los mismos efectos que tomar una sustancia o un placebo, en lo que se refiere a los sistemas químicos del cerebro. Y sin contraindicaciones ni efectos rebote. Nada como un buen maestro ofreciendo una buena enseñanza.

 

Sin embargo, para funcionar, el cerebro sí requiere de algunas cosas. Por un lado, es precisa una fuente continua de oxígeno. Por eso volvemos a la recomendación de la actividad física -como correr, caminar enérgicamente, bailar, nadar, o cualquier otro tipo de ejercicio aeróbico- ya que mejora la circulación del oxígeno y, consecuentemente, su llegada al cerebro.

También requiere agua y glucosa. Si prestamos atención a que el cerebro es agua en más de un 80%, es fácil deducir que la deshidratación puede dañarlo gravemente, con consecuencias evidentes sobre el aprendizaje El simple aumento de la cantidad de agua que bebemos al día puede favorecer la concentración y la memoria… hasta cierto punto.

Además, el cerebro obtiene casi toda su energía de la glucosa, que al igual que el oxígeno es transportada por el torrente sanguíneo. Por eso no sólo comer sano, sino además con regularidad, también es importante para que el cerebro funcione óptimamente.

 

¿Con qué alimentos podríamos armar una “dieta cerebral”?

En primer lugar, no deberían faltar el pescado ni otros alimentos ricos en proteínas, ya que contienen dos aminoácidos -el triptófano y la L-fenilalanina- que ayudan a incrementar las reservas energéticas y a estimular la producción de serotonina y noradrenalina en el cerebro, sustancias que desempeñan un papel fundamental en la generación de sensaciones de felicidad.

El triptófano también lo encontramos en los huevos, la leche, la banana, los productos lácteos y las semillas de girasol. ¡Por fin una “golosina” que les gusta a los chicos y les hace bien! ¡A comprarles Pipas para el recreo!

La tirosina, que origina sensaciones de vitalidad y empuje, se encuentra en el tofu y las verduras. Y la endorfina, otra sustancia química feliz, en el pavo, el pollo, las carnes rojas magras, los huevos y el queso.

Los ácidos grasos de cadena larga, los muy promocionados y prestigiosos omega-3 y omega-6 –seguramente habrá visto cómo los alimentos que los contienen se esfuerzan por hacerlo notar en sus envases- son de crucial importancia para el desarrollo y la función normales del cerebro. No sólo porque constituyen aproximadamente su 30% y son los componentes básicos de las membranas celulares, sino porque los requieren las sinapsis cerebrales para poder ser eficientes. Estos nutrientes también son esenciales para el funcionamiento de los ojos. Y como sólo se pueden obtener de la dieta, es importante incluir en ella los alimentos que los contienen, especialmente algunos pescados como el salmón, el arenque y el atún. Sus efectos positivos son múltiples: mejoran el estado de ánimo y las capacidades cognitivas, estabilizan el estado de ánimo y son antidepresivos eficaces. La próxima vez que vaya al supermercado, preste atención a los envases: busque menos grasas trans, y más omega-3 y 6.

 
Además de estas, hay muchas otras sustancias beneficiosas para la capacidad mental y el aprendizaje. Lo bueno es que todas están presentes en los alimentos de manera natural, y nada indica que haga falta ningún suplemento alimenticio si la dieta es equilibrada. Pero, si la nutrición es inadecuada, sobran las evidencias sobre las consecuencias negativas que pueden producirse. Aunque la recomendación, a esta altura, parece sobrar, insistiré: una dieta sana favorece el aprendizaje, y una deficiente lo perturba. Dicho esto, no puedo evitar pensar en las cantinas y kioscos de las escuelas: ¿qué alternativas de alimentación les estamos ofreciendo a nuestros alumnos? Este es un tema que deberíamos abordar seriamente, en el interior de cada escuela. Sobre todo si tenemos en cuenta que desde nuestro discurso pedagógico solemos sostener que todos los ámbitos escolares deben ser educativos. ¿La promoción de los hábitos alimentarios que facilitamos lo tiene en cuenta?

Es más, abramos la mirada a todo el sistema. Si acordamos con la idea de que una dieta equilibrada, con todos los nutrientes necesarios para el desarrollo cerebral, es una variable crítica a considerar cuando se trata de favorecer el aprendizaje y luchar contra el fracaso escolar, ¿cómo asegurar que estos nutrientes sean accesibles a todos los niños? El pescado, el pollo, las carnes rojas de cortes magros, toda la variedad de frutas y verduras, los lácteos en general y los huevos son alimentos caros, excluidos de la dieta de muchas familias. Oportunidades de desarrollo y aprendizaje robadas que probablemente no se recuperen.

Pero además, si el lóbulo frontal -esa gran región situada en la parte delantera del cerebro, responsable de los procesos cognitivos de alto nivel como la planificación, la integración de información, el control de emociones, la inhibición de impulsos y la toma de decisiones- completa su desarrollo tan tardíamente como hoy sabemos (las evidencias indican que continúa haciéndolo hasta cerca de los 30 años y ninguno de los estudios más actuales sostiene que podría completarse antes de los 18 años) ¿no es claramente necesario extender los beneficios de esta “dieta cerebral” a los adolescentes y los jóvenes? Imaginemos una sociedad donde esto no se hiciera: seguramente los adolescentes se convertirían en jóvenes y adultos con poca capacidad de planificación y proyección –por ejemplo, de un proyecto de vida y de las estrategias para lograrlo-, con poco control sobre sus emociones y la inhibición de sus impulsos –y por lo tanto fácilmente irritables y agresivos, con tendencia a la solución violenta de los conflictos, lo que sumado a lo anterior llevaría a una falta de consideración de las consecuencias posibles de los propios actos-. Sería muy terrible vivir en una sociedad así, ¿no?

Y más aún, hoy también sabemos que el cerebro continuará desarrollándose a lo largo de toda la vida. Incluso en algunas zonas, como en el hipocampo, podrán incrementarse no sólo las sinapsis, sino las neuronas mismas. En poblaciones cada vez más envejecidas, como la nuestra, ¿la buena alimentación de los mayores no debería ser también una prioridad política? Después de todo, no se trata de una pequeña proporción entre muchos otros. ¿Que es caro? No sé… si todos los argumentos pasan por una cuestión económica, pienso en cuánto se podrían incrementar las ganancias de las empresas al mejorar la productividad y la iniciativa, y bajar los niveles de astenia y morbilidad… Y, sobre todo, al abuelo no le fallaría tanto la memoria: se acordaría de bañarse diariamente y usar ropa limpia, de dónde guardó ya no sé qué última cosa que perdió y tampoco recuerda pero busca, y no repetiría por tercera vez en el día –y décima en la semana- la misma anécdota de cuando era niño y ya había visto nevar en Buenos Aires. Quizás eso que llamamos despectivamente “cosa de viejos” sea en gran parte “cosa de mal alimentados”. ¿En serio cree que sería un proyecto políticamente caro? Yo creo que es prioritario insistir en la profundización de las acciones de política alimentaria: un campo en el que mucho se ha hecho en los últimos años, pero donde todavía queda mucho por hacer.

¡Ah, y no nos olvidemos! Insisto en el hecho de que estos alimentos, además, contribuyen a que nos sintamos mejor, menos deprimidos y más felices, con un mejor control sobre nuestras emociones y un estado de ánimo más estable. Y eso, más allá de ser mejor que bueno en sí mismo, también es bueno para el aprendizaje.

 

Por Viviana Taylor

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